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ISSN 1989-4163

NUMERO 75 - SEPTIEMBRE 2016

Peacehaven

Javier Neila

 

     

A los dos les gusta sentarse juntos. Siempre en el mismo banco, siempre los domingos, junto a los acantilados de Peacehaven, a unos cientos de yardas del parque Dell y del cruce con la carretera que une Brighton con Eastbourne.

Desde ese banco de madera se ve la pequeña ladera, en la que los domingos que no llueve se organiza el  mercadillo del pueblo. Los vecinos llevan a ese lugar lo que les sobra, lo que no quieren o lo que hacen artesanalmente en sus casas, ofreciéndolo a vecinos y curiosos que se pasan por allí. Incluso ya se empiezan a ver puestos de artesanía y de frutas de gente de áreas cercanas de la comarca, lo que ha hecho que cada día esté más animado y concurrido. Exponen la mercancía en pequeños tenderetes improvisados, o simplemente extendidas sobre una manta en la hierba, si no hay demasiada humedad. Es sobre todo un acto social, que dura todo el día hasta que se va el sol, y que se ha hecho así, desde siempre.

Los niños corretean con sus amigos o juegan a la pelota con sus perros sobre la hierba, esparciendo su energía vital y su inocencia entre las flores de un solo día. Mientras, las madres reparten limonada y hablan de recetas, hijos o maridos;  éstos últimos -los pocos que van, y casi siempre a disgusto- beben sidra y hablan de sus cosas en pequeños grupitos aislados, bajando la voz cada vez que alguna mujer se acerca. Vecinos de otros pueblos y algún turista –sobre todo en verano- se acercan también a dar un paseo por la suave colina, buscando a buen precio un bote de mermelada casera, alguna herramienta no demasiado oxidada, o simplemente dar otra oportunidad de ser útil a un libro olvidado y sepia, a cambio de algunos peniques;  quizás una libra.

Al hombre y a la mujer de nuestra historia les gusta sentarse en ese banco, y no en otro; para ver pasar la vida cada domingo. No importa la hora ni la dureza del clima. Unas veces quedan a la alborada; cuando los primeros rayos de sol asoman por el horizonte, calentándoles la cara con placidez; es entonces cuando cierran los ojos y respiran intensamente, rozándose los dedos de las manos, intentando almacenar cada momento, cada sensación, mientras los destellos anaranjados empiezan a vencer al oscuro azul de la noche que se va. Otras veces se reúnen a medio día, sintiendo la luz cenital a su derecha, sobre sus cabezas,  dando color y vida a sus pequeñas ilusiones y a las de todos los habitantes del pueblo. Ese momento es sin duda su favorito. O bien al atardecer, cuando pueden sentir en la nuca como el calor atenuado va desapareciendo a sus espaldas y la bóveda celeste empieza a aparecer ante sus ojos. Incluso a veces se han reunido allí venciendo el gélido viento que sopla del continente desde el sureste, y que sube por el acantilado con violencia.  Son entonces testigos de la furia desatada del viento y la fuerza invencible del mar, golpeando y resonando en la roca, que como un jabalí herido de muerte, brama y hace hervideros que se elevan hacia el cielo;  parece que la espuma empujada por las olas -como si de un alma en pena se tratara-  busca redención en lo más alto.

Hoy sin embargo el sol brilla en todo lo alto, y como cualquier domingo en que hace bueno, la colina del Parque Dell está hirviendo de gente alrededor de los puestos. El que vende perritos calientes ha puesto música, y suena “Cry me a river” de Diana Krall. Un extranjero, con gorra de visera y pantalón corto pasea por el acantilado, con las manos en los bolsillos y aspecto pensativo, desaliñado. Pasa cerca del banco y se fija en la placa metálica atornillada en el respaldo. Con interés le saca una foto con su teléfono móvil. Hace ademán de sentarse y relajarse con el paisaje, pero le recorre un pequeño escalofrío por la espalda, y decide seguir con su paseo.
En la placa pone:

ESTE BANCO ESTA DEDICADO A LA VIDA Y MEMORIA DE
LEE JASON BUREY, 29 AÑOS
Y SU MAMÁ
PATRICIA R. BUREY, 57 AÑOS
JUNTOS DE NUEVO

Lee Jason Burey y Patricia R. Burey se sientan desde siempre en el banco de madera, en los acantilados de Peacehaven, desde que su padre y marido mandó construirlo un día de mercadillo en agosto de 1946, y hoy, como todos los domingos soleados de mercadillo, ellos no  faltan a su cita.
Hoy ella lleva su vestido de encaje negro, su favorito cuando hace sol, a juego con el sombrero y la sombrilla; es el conjunto que llevaba cuando saltó por el acantilado, el día en que le dijeron que su único hijo había muerto de malaria en un campo de prisioneros en Birmania, en 1944. Lee Jason en cambio, viste siempre igual, con su uniforme de capitán del Real Regimiento de Infantería de Berkshire.

Lee Jason sonríe y mira a su madre mientras le coge la mano.

-Casi se nos sienta encima.

Ella se ríe divertida.

Los dos miran desde su banco como la vida bulle bajo sus miradas. Los niños juegan con sus perros y las madres hablan de recetas y maridos.
Peacehaven; refugio de paz, en inglés; no se le podría dar mejor nombre a ese lugar.

Eva en el refrigerador

Imagen: Javier Neila



 

 

Peacehaven

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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